
Algunos viernes corre hacia la orilla del mar y contruye preciosos castillos, cuidados hasta el último detalle; con estilizadas almenas, con coloridos estandartes y bellos ropajes, con grandes vidrieras, con un enorme patio de armas y establos para 300 caballos; con su sala de baile, con su asamblea para el consejo, con amplias estancias, con una alcoba real ("para tí, para mi"-dice). Con un enorme portalón y un puente levadizo; como de ensueño y tan real que no parece de arena... Pero el domingo por la noche, cuando el sol desaparece, la marea sube; y el lunes, de todo aquello que fue, sólo quedan las ruinas y el barro humedecido con los restos de lo que el deseo formó.
Con los pantalones remangados por encima de la rodilla, la piel recubierta de sal y los pies descalzos, la princesa abandona su palacio para volver a vender pescado, y sus manos huelen a sardina y a atún...
bonito, el sueño.
De tanto en tanto se pasa la lengua por el brazo y se relame, entrecerrando los ojos, para no olvidar el sabor que el mar le ha dejado en su cuerpo.
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