De repente pierdes a alguien que te importa de verdad, a alguien que quieres, a alguien que amas y la palabra abandono se convierte en un verbo triste, un verbo que lastima, un verbo que desgarra desde el interior: abandonar. Duele de sólo conjugarlo.
Y así empiezas a desarrollar una especie de síndrome de diógenes emocional, y guardas y guardas, y guardas... hasta que ya no te cabe más. Y en ese punto te compras una mochila y guardas y guardas y guardas, hasta que el peso te comba la espalda. Y entonces te alquilas, primero, un trastero a 30 € al mes y después, un coche, y en su maletero, guardas y guardas y guardas. Y luego una casa, y guardas y guardas y guardas. Y otro coche más grande y una casita secundaria y un juego completo de maletas; y guardas y guardas y guardas. Y así compras y compras y guardas y guardas. Hasta que finalmente observas de cerca la medida de un ataúd y te das cuenta de que ahí no te va a caber todo; con resigación y una mueca de ironia te preguntas ¿cómo en dos metros por 90 cm puede caber una vida o los restos de ella? (y lo hacen caber, que si lo hacen caber!); además has decidido que te van a incinerar. Así, decides repartirlo y abres un blog, y escribes y escribes y escribes. No es suficiente e incias el libro de tu vida, pero antes de llegar al tercer capítulo te das cuenta de que aquéllo que has ido guardado amarguea ya, y la palabra abandono sigue haciéndote sentir triste, separda... inútil.
Para tí, que con mucho amor y mi dolor me enseñaste el verdadero significado de la palabra abandono.
1 comentario:
Que cierto.
No quiero pronunciarla nunca más.
Reencuentro, me gusta mucho más.
Publicar un comentario