sábado, 10 de marzo de 2007

Apócrifos II

La mayoría de nosotros viajamos por la vida como si fuéramos peonzas, girando sobre nosotros mismos, aturdidos y a toda velocidad; exentos de la cuerda que nos dio el impulso y sin conocer la piedra que nos detendrá.
Si tenemos la suerte de sortear los obstáculos, caeremos rendidos al límite de nuestra resistencia, incapaces de volver a incorporarnos. Nos preguntaremos cómo hemos llegado hasta allí. Y sólo en los últimos instantes del derrumbamiento seremos capaces de ver con cierto sosiego el mundo que nos ha rodeado.

Y si ese cabo que nos lanzó al vacío es el brazo ejecutor de nuestro destino, entonces es también nuestra soga en la horca y nuestro verdugo. Y si es sólo la inercia la que nos mueve, ¿qué nos conduce de un lado al otro?, ¿podemos gobernar su curso?. ¿Podemos decelerar la travesía y controlar la translación? ¿Cómo mantenernos firmes sin volver al inicio?


¿Y si esas adversidades que llamamos casuales, nos las provocáramos de forma inconsnciente, por el temor a medir nuestro aguante; por el miedo a doblar nuestra enteraza, a no resultar lo suficientemente obstinados en nuestro empeño?. ¿Y si nos rendimos antes de tiempo en un paradójico intento de evitar un final incierto?


¿Cobardes, abnegados, hostiles o desorientados?

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